El Caminante y su sombra (1880): Introducción.
La sombra.—Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quiero ofrecerte la
oportunidad de que lo hagas.
El caminante.—¿Quién es? ¿Dónde hablan? Me parece que me oigo hablar, aunque
con una voz más débil que la mía.
El caminante.—¡Por Dios y por el resto de cosas en las que no creo! ¡Es mi sombra la
que habla!: la estoy oyendo, pero no me lo creo.
La sombra.—Supongamos que así es. No pienses más en eso. Dentro de una hora
habrá acabado todo.
El caminante.—En eso precisamente estaba yo pensando, cuando en un bosque de los
alrededores de Pisa vi unos camellos, primero dos y luego cinco.
La sombra.—Bueno será que tanto tú como yo seamos igualmente pacientes con
nosotros mismos, una vez que nuestra razón guarda silencio; de este modo, no usaremos
palabras agrias en nuestra conversación, ni nos pondremos reticentes el uno con el otro si
no nos entendemos. Si no se sabe dar una respuesta completa, basta con decir algo; es la
condición que pongo para charlar con alguien. En toda conversación un tanto larga, el más
sabio dice por lo menos una locura y tres estupideces.
El caminante.—Lo poco que exiges no es muy halagador para el que te escucha.
La sombra.—¿Es que tengo que adularte?
El caminante.—Yo creía que la sombra del hombre era su vanidad y que, en tal caso,
no preguntaría si había de adular.
La sombra.—Por lo que yo sé, la vanidad del hombre no pregunta, como he hecho yo
dos veces, si puede hablar: habla siempre.
El caminante.—Observo que he sido muy descortés contigo, querida sombra, aún no te
he dicho cuánto «me agrada» oírte, y no sólo verte. Tú ya sabes que me gusta la sombra
tanto, como la luz. Para que un rostro sea bello, una palabra clara y un carácter bondadoso
y firme, se necesita tanto la sombra como la luz. No sólo no son enemigas, sino que se dan
amistosamente la mano, y cuando desaparece la luz, la sombra se marcha detrás de ella.
La sombra.—Pues yo aborrezco la noche tanto como tú; me gustan los hombres
porque son discípulos de la luz, y me alegra la claridad que ilumina sus ojos cuando esos
incansables conocedores y descubridores conocen y descubren. Yo soy la sombra que
proyectan los objetos cuando incide en ellos el rayo solar de la ciencia.
El caminante.—Creo que te comprendo, aunque te expreses como lo hacen las
sombras. Pero tienes razón: a veces los amigos, como signo de inteligencia, intercambian
una palabra oscura, que para los demás es un enigma. Y nosotros somos buenos amigos.
De modo que basta de preámbulos. Centenares de preguntas pesan sobre mi alma y quizá
disponga de un menor tiempo para contestarlas. Veamos rápida y tranquilamente de qué
vamos a hablar.
La sombra.—Pero las sombras son más tímidas que los hombres: supongo que no le
dirás a nadie cómo se ha desarrollado nuestra conversación.
El caminante.—¿El modo como se ha desarrollado nuestra conversación? ¡Líbreme el
cielo de los diálogos escritos de largo aliento! Si a Platón le hubiera gustado menos
escribir en diálogos, a sus lectores les habría complacido más leerle. Una conversación
que en la realidad nos agrada, escrita y leída se convierte en un cuadro en el que todas las
perspectivas son falsas: todo es demasiado largo o demasiado corto. Sin embargo, quizá
publique algo en lo que estemos de acuerdo.
La sombra.—Eso me basta, nadie verá en ello nada más que tus opiniones; nadie
pensará en la sombra.
El caminante.—Puede que te equivoques, amiga. Hasta ahora, en mis opiniones, se ha
creído ver más a mi sombra que a mí mismo.
La sombra.—¿Más la sombra que la luz? ¿Es posible?
El caminante.—Ponte seria, atolondrada, pues mi primera cuestión exige seriedad.
Probando probando...
ResponderEliminarMe resulta complicado establecer una interpretación concreta de esta introducción de “El caminante y su sombra”, pues son varios los puntos que se tocan, y varias las preguntas que surgen.
ResponderEliminarEs claro que la sombra constituye no solo el opuesto de la luz (el hombre), sino también su complemento. Pero ¿cuál es la naturaleza de la sombra en cuanto complemento de la luz si, como ella misma lo sugiere, la luz es sinónimo de conocimiento? Y si el conocimiento se encuentra en el hombre (luz), ¿por qué al final la sombra le atribuye la opinión al hombre? ¿En qué plano se halla la opinión: en la sombra o en el hombre?
A la luz de todo el diálogo, ¿cómo interpretar eso de que la sombra es la que “proyectan los objetos cuando incide en ellos el rayo solar de la ciencia”? ¿Cómo entender aquello de que un sabio, en medio de un diálogo, dice una locura y tres estupideces? ¿Qué implicaciones tiene, desde la perspectiva del conocimiento, eso de que la vanidad del hombre habla siempre?
Por último, al comienzo del diálogo se percibe cierta autoridad por parte de la sombra, pero hacia el final eso cambia, e incluso el hombre se atreve a llamarla ‘atolondrada’. ¿Por qué ese viraje? ¿Significa esto algo en cuanto a la relación sombra-luz, entendiendo la segunda como sinónimo de conocimiento?
Esa idea de que la sombra es el complemento de la luz es psicológicamente poderosa. Me recuerda mucho a Carl Jung, quien decía que todo lo real tiene una sombra, de tal manera que si Dios o la Substancia o El Sentido es lo real, entonces la soledad y el sinsentido son la sombra de Dios.
EliminarJohn, esas preguntas están maravillosas. Hay que tenerlas en cuenta para irlas resolviendo en los siguientes aforismos. No había caído en cuenta en lo del cambio de la voz de autoridad.
EliminarHabía pensado mucho sí en lo de la vanidad. Tengo la impresión de que Nietzsche critica el orgullo humano, también su proyecto consiste en darle gloria a la voluntad, lo cual me lleva a pensar que no tiene una visión negativa de la vanidad.
Con respecto a lo de la opinión, sabemos que Nietzsche es uno de los precursores de la idea de que el conocimiento siempre está impulsado y configurado por la voluntad, de tal manera que pertenece inevitablemente al plano de la opinión. ¿La opinión será la sombra del conocimiento entonces?
Buena pregunta, Sergio. En caso de que sea así (que la opinión sea la sombra del conocimiento), habría que ver en qué sentido.
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